La literatura apareció en mi vida a los trece o catorce años, en el umbral de la adolescencia, como una necesidad de recobrar lo vivido en la infancia que abandonaba y, de manera muy especial, de detener el tiempo: familiares más o menos lejanos envejecían, algunos sucumbían a la enfermedad y a la muerte, y esa evidencia me hacía pensar que quizá contar fragmentos de su vida conmigo, partes de mis recuerdos más felices era una forma de evitar, al menos en parte, su muerte, de prolongar su existencia por encima del paso de los años.
Es verdad que esa es una explicación un tanto rudimentaria, tal vez demasiado sencilla. Pero así la viví. Entonces, como aliciente inevitable, descubrí a Machado, a Juan Ramón, leía los primeros cuentos de Clarín y algunos textos azorinianos que salpicaban, con decenas de poemas y de fragmentos de los más diversos autores, el libro de literatura del bachiller.
“La literatura no nació el día en que un chico llegó corriendo del valle neanderthal gritando ‘el lobo, el lobo’, con un enorme lobo gris pisándole los talones; la literatura nació el día en que un chico llegó gritando ‘el lobo, el lobo’ sin que le persiguiera ningún lobo”
Después vendría la imaginación, la necesidad de inventar mundos, de enriquecer y legitimar los mundos conocidos y, cómo no, de escarbar en la única verdad de nuestra existencia. Esa frágil frontera que separa la vida de la muerte. Escribir para entender el mundo, para hacer perdurables los espacios de felicidad y los recuerdos de los seres queridos o para poner en evidencia los límites del sufrimiento de la especie. Hoy la verdad de la literatura es a veces, la única verdad que trasciende la coyuntura de un momento, la que alumbra el espacio de las emociones y de los sentimientos, ese espacio que ningún sociólogo, ningún historiados, ningún economista es capaz de mostrar.
Sin literatura, sin imaginación, sin la palabra que enciende realidades ocultas no podría vivir. Siempre que me enfrento a la explicación de esa rara afición del género humano recuerdo el texto que leí, a mediados de los noventa, en el prólogo con que Nobokov abre su Curso de literatura europea: “La literatura no nació el día en que un chico llegó corriendo del valle neanderthal gritando ‘el lobo, el lobo’, con un enorme lobo gris pisándole los talones; la literatura nació el día en que un chico llegó gritando ‘el lobo, el lobo’ sin que le persiguiera ningún lobo”. Esa es la metáfora más acabada de la creación literaria. De la imaginación y de los mundos que a través de la palabra podemos crear.